Para mi, el canto es una celebración de la vida misma. Es el éxtasis y el desgarramiento del parto, el misterio del camino, la alegría de los encuentros, la entrega amorosa y el asombro ante la revelación de uno mismo. Es, sin lugar a dudas, el mejor escudo que he encontrado para enfrentar el miedo a la muerte. Cuando fui plenamente feliz, canté. Y cuando estuve tan triste que pensaba no poder seguir, también canté. Con el canto renuevo la fuerza de vivir.
Nunca soy más yo misma que cuando subo al escenario a cantar. Pero en mi voz también están todas las otras voces que me han formado como persona y como mujer. Está el oleaje sensual de Vinicius y la bossa nova. Está también la sonrisa melancólica de Armstrong en la oscuridad; la ternura de una zamba de Cuchi Leguizamón; el aguardiente del amor herido brotando de la guitarra de Violeta Parra; y Gardel y los ecos de tantas pasiones inconfesables resonando en un laberinto de piezas y zaguanes. Cuando canto, esas voces — y otras más íntimas — convergen en una sola. Ojalá en mis versiones tan personales de estas canciones adoradas escuches también tu voz.